4 Discurso cuarto
[63 →] Buscó medios don Jacinto desde aquella noche, para satisfacer a Lises, mas en mucho tiempo no pudo conseguirlo, que doña Ana se hacía sorda, y sin ella no había remedio para alcanzarlo. Tardó días, pero al fin llegó hora, que cuando ha de perderse, se hace menos de rogar cualquier ventura. Escuchó Lises, lloró don Jacinto; y ya concertados se pagaban recíprocamente. Este amor se continuaba, y en el corazón de don Luis otro con la vista, con el trato, y con los desdenes (que ya agradan más por novedad, que por virtud). Daba tal batería, que más que las heridas le iban matando. No supo elegir medios, por eso perdió los fines. Aconsejábase con su hermana, que aunque muy entendida en lo político, poco estadista de amor [64 →] para aconsejar, y trazar el móvil de una monarquía, a que él era tributario.
No le parecía a Lises que las vidas de los hombres se podían hacer gloriosas, sino sólo perdiéndose por alguna hermosura, y que como para esto no sirviesen, que no importaba que faltasen. Aunque tenía razón, pues ella es un don, que sólo parece dádiva sobrenatural, y una copia de lo divino, que siempre hace elevación al deseo, con que se disculpa el alma de sublimar esta por mayor empresa, y si condena, se antepone otra, como lo notó un discreto en Alejandro Magno, que teniendo el laurel en su cabeza, se le quitó viendo a su dama, tomándole su zapato, y haciendo de él corona, y con la propia le laureó el pie. Con que dio a entender que por una hermosura se ha de atropellar el mismo imperio del mundo.
Llevaba Lises con grande rabia, que su prima no favoreciese a su hermano, que por este parentesco le juzgaba, si por naturaleza no, por privilegio deidad. En él hablando en sus venganzas, las apoyaba, como si fueran bien fundadas, o como si tuviera ciertas las caricias de su [65 →] prima en muriendo don Jacinto, de cuyo trato no podía coger palabra, por la vigilancia que traían en guardarse doña Ana, y Lises, de que ella lo imaginaba.
Mala tenía don Luis, sin más alivio que no ser don Jacinto quien le dio las heridas, que al otro día después de tenerlas, supo de cierto que estaba antes en su retiro. También cuando tuviera fácil la pretensión de Lises por ella, no la tenía segura por el marqués, no por sí, si no por don Felipe, que le había de parecer menoscabo de su hija. Dejarla después de tratarla, quien la deseara de más lejos por otra menos rica y no más hermosa a sus ojos. Con todo se determinaron el marqués y don Luis a declararse con don Felipe entrambos.
Sucedioles hasta allí tan felizmente, que no quedaba qué anhelar a sus deseos, sin advertir don Luis, que no es buen modo de buscar agasajos, la desesperación de una fuerza; y el marqués, que Lises eran tan señora, que para haber de agradarla, había de deponer lo poderoso, y humilde tratar de primero su voluntad, que la palabra de su hermano. Concertadas [66 →] las bodas de las dos primas para un día se divulgaron y empezaron los cuñados a recibir y don Felipe tan satisfecho de la persona de su sobrino, que esto no le dejó reparar en otros inconvenientes. No había duda que era él muy merecedor de la afición que le había cobrado don Felipe, porque procedía tan caballero en lo más, como en este particular anduvo deslumbrado.
No bastó a César saber que Lises se mostraba con el marqués libre y desdeñosa, y que su hermano estaba enfadado de hallar en ella más rebelde la obediencia de lo que se prometió, para ser menores sus desatinos, que en muchos días no vio la luz, ni se alimentó más que con ansias. Las de don Jacinto atestiguaban sus sentimientos, y una noche tan obscura como su suerte, más guiado de su locura que de sus , atrevido intentó hablar a Lises. Concertose con doña Ana, que con una llave del jardín prometió paso a su determinada resolución. Andaba tan cauteloso don Luis, que no perdió palabra de las de este y anticipando castigos al delito. En cuanto don [67 →] Jacinto dejó la calle de adonde había hablado con la criada y tomando otra para llegar al jardín, de una ventana baja de su cuarto se arrojó con dos pistolas, que acaso estaban cargadas; disparó una y otra tan velozmente, que pareció que primero fuera la ejecución, que el amago. Cayó don Jacinto de las segundas balas, que las primeras fueron más piadosas.
Don Luis, como sabía que doña Ana aguardaba a don Jacinto y había de tener abierta la puerta del jardín, no probó subir por la misma ventana, por no detenerse, y apresurando el paso dejó en breve la calle y, en estando en el jardín, dio vuelta a la llave sin hablar palabra. Guiole doña Ana tan bien callada hasta el mismo de Lises, que no asustada, pero muerta le miró, cuando acabó de reconocerle.
Don Luis, aunque tenía en el pecho mil volcanes, como nunca le engañaron, no osaba quejarse. Vino a hacerlo con estas razones:
—Ya, ingratísima Lises, no tendré que sentir celos aunque tenga desprecios que llorar. Quejoso estará tu gusto de mi atrevimiento, mas mi honor no supo disimular [68 →] a los de don Jacinto.
Creció el ruido en la calle, que como era otra en la que se dieron los tiros, no sonó luego a aquella parte el . Estorbó este a don Luis pasar adelante, y a Lises poder resistir a un tan cruel, que no rehusó los brazos de don Luis por arrimo. Menos luz, pero más muerte le dieron los ojos de Lises retirados, que abiertos, y gran lástima ver tan postrada a lo humano mujer con tanta parte de divina. No perdonaron diligencia las criadas, de que pudiesen esperar remedio. Al cabo volvió Lises en sí, y la fortuna de don Luis a hacer inciertas sus pretensiones y traidoras sus verdades. Dejó la posada de Lises, porque en la suya no le echasen sus criados menos. Bajó otra vez al jardín, que no tenía otra parte por donde poder , sin ser sentido. Por una ventana de un corredor subió, y atravesándole entró en la pieza de que había salido, abriendo la puerta de ella con una llave maestra que pidió a doña Ana. Mal se había asentado, cuando de entraron criados del marqués, de don Felipe, suyos y del herido [69 →] con él en brazos, y justicia, que viéndole ya casi en los últimos términos de la vida agonizando, mandaron llevarle allí, por ser casa principal y la más cerca.
Acudiósele con los más importantes remedios, [1] y sacramentos. Después de haberlos recibido , si bien valeroso, llamó a César, que había traído allí la nueva, y le dijo en secreto le quitase de la una caja, dentro de la cual tenía la llave de un escritorio, de que le dio las señas, que fuese a su casa, y le quitase cuantos papeles y prendas hallase dentro y, con aquel retrato, entregándole uno de Lises, hiciese por darlo todo en su misma mano, y le dijese le suplicaba, por lo que la había estimado, no mostrase el menor sentimiento en su muerte, porque si acababa su vida, no se [2] su amor, pues el alma tenía por centro. Que si su ausencia, por eterna le doliese, que en las prendas que le volvía hallaría substituido de fuerte, que el apartamiento era solo tributo de la muerte, mas no muerte de su obligación. Que las lágrimas remitiese a sus ojos, pues por horas esperaba cerrarlos, [70 →] no como descuido, mas como sueño, en que hace siempre vigilancia el afecto, por diferenciarse de la muerte en que le tenía privilegiado el amor, para que sus cenizas, dentro de la sepultura, fuesen cenizas de fénix, en que nunca falta vida para lamentaciones, cuando ya no para , de cuya pena era alivio morir por tan bella causa, que solo la aumentaría el dolor, exceder ella los extremos de sentida, sin conformarse con la disposición del . Que se quedase logrando dilatados siglos, tan inmensos como sus méritos, que el resto de su vida tumba era ya de lo verde de sus esperanzas, donde marchita la flor yace cadáver por la distancia de su sol.
—Decidlo así, amigo César, ya que estas lágrimas no pueden hacer el mensaje que fío de vos —dijo don Jacinto. Y a don Luis en secreto:
—No dudo, señor don Luis, que habéis sido el homicida de mi vida, más porque sepáis cuán lejos estoy de culparos en mi muerte, os pido perdonéis la ocasión que di tan en perjuicio vuestro, y contra voluntad de Lises.
Sintiose falto de aliento, y rogó no [71 →] le desamparasen con los medios que pedía aquel trance. Acabó dentro de poco espacio, ocasionando su muerte al otro día, que se supo en la Corte. Grande lástima, que era don Jacinto venerado por su sangre, y muy bien por su cortesía, y por sus partes comúnmente aplaudido. Qué le dirá de Lises, que le amaba tan tiernamente, sin ofender sus extremos, ni desdorar sus finezas. Muchas veces engañada, donde le perdió su vista, le cobraba su atención; otras entre mil suspiros, perlas del de sus fatigas, tanta copia de lágrimas, que parecían que salían de sus ojos como en tropel, dos escuadrones de estrellas, siendo el seguro mayor de su vida la imaginación, de que tal dolor no podía dejar de acabarla.
César, fiel al precepto del difunto amigo, avisó a Lises tenía para darle un recado que le había dejado don Jacinto, con orden de que fuese solo a ella. En los mayores intensivos de su pena hallaba Lises los alivios y, poco atenta a riesgos, animada los despreciaba, haciendo de su discurso conquista de su desgracia. Deslumbrada, permitió a César [72 →] verla, encargando a doña Ana la disposición de la entrada. Y, sin temer dificultades, pudiendo el recato hallarlas o cualquiera otra advertencia, se olvidó de este cuidado. César, que ni temía peligros, ni su prudencia le aconsejaba cautelas contra el rigor de su suerte, por no desmentirse de obediente, siguió la permisión sin embarazo, que a la primera luz tenía de dicha poder llegar cerca del aposento de su dama. Aguardaba doña Ana para llamarle (que él no faltaba de la calle) hora en que seguramente pudiese entrar. Consiguiole al cabo de algunos días, enfermando don Felipe, o por ocasión de disgustos, o por sobra de años; que uno y otro son martirios lentos de la vida.
Una noche, cuya obscuridad fue pronóstico del suceso, subió César por una escalera de cuerda (que para esto estaba prevenida) al balcón de una ventana, que de una sala de aquel cuarto salía a una callejuela retirada al curso de la gente. De esta pieza entró en otra sin más claridad que la que bastó para conocer que era una galería, a donde le dejó doña Ana por avisar a Lises, volviendo [73 →] en breve a decirle que la siguiese. No tendrían andando hasta la mitad de la galería, cuando vieron que pasaba una criada con una encendida (que en tales ocasiones las luces enfadan como testigos) y así no hubo lugar de volver atrás. Y, como había muchas puertas, por la que halló más cerca hizo doña Ana entrar a César, y el primer objeto que halló fue un retrato entero de Lises, su adorada, mariposa de su luz. Entró a buscarle, que en el lugar donde estaba no había más que la que se participaba de la de dentro.
Desacertados pasos son los de un desdichado, el mismo tino es precipicio, cuando los hados se declaran enemigos: Pero ¡qué digo! si esta desgracia en César allá se tuvo no sé qué de equivocación con lo felice. Cuando César iba pensando, no solo hallar el retrato, pero que la pintura desapareciese resuelta en sombra, porque hasta en sombras Lises fuese ingrata. Halló el original, vio a Lises otro cielo, tan gallardamente descompuesta, que el formaba un ejército de flechas, si no desengaño de los ojos, nuevo engaño de los [74 →] sentidos. Sobresaltada Lises de los pasos que sentía, volvió a mirar quién los daba y, viendo un hombre , queda encarecido el susto. Pero, tan desmentido en su ánimo, que lo que en otras fuera desmayo en ella fue ardimiento. Preguntó a César qué quería y quién era. Respondió César que lo que quería era parecer otro ya que no podía responder a lo que le preguntaba.
—Para matarte —dijo Lises— bástame saber que me viste descompuesta, y que quieres encubrirte.
—No me resisto a la muerte —dijo César— que con dificultad temerá la de tus manos, quien experimenta la de tus ojos.
Buscaba Lises instrumento para quitarle la vida y, obediente a sus iras, le ofreció su daga que ella resuelta tomó y, dándole dos puñaladas, lo derribó a sus pies, no más rendido, aunque casi muerto.
¡Quién dijera que, yendo César a buscar la vida, encontrase la parca! No sé, señora mía, qué juzgue de esta acción, si miro a César hallole fino y a su flojedad disculpada con su fineza que la mayor fue siempre el sufrir. Si miro a Lises, veo a su crueldad compitiendo en sus donaires. Absuélveles [75 →] de cualquier calumnia, a él su firmeza, a ella su valor, que no fue poco el que tuvo viendo en aquel estado a César, a quien ya había conocido.
Llamó a una criada y, refiriéndole en pocas palabras el caso (que la moza escuchaba con admiración y miedo), le mandó que arrojase a César por la ventana, porque así quedaba seguro el secreto. Replicole la criada, diciendo que era crueldad que deslucía mucho su nobleza acabar de matar aquel caballero tan impíamente. No admitió Lises esta piadosa advertencia, presumiendo que César entrara allí a ofenderla, picado de la desesperación de no poder alcanzarla, que basta la presunción de una culpa, para que fulminen cometas las estrellas. Porfió con la criada, y entrambas le arrojaron a la calle, volviendo a cerrar la ventana, y guardando entre sí tan importante secreto.
Doña Ana, que vio que la otra criada no pasaba, mas que se detenía, igualando la puerta por donde había entrado César, imaginando le tenía seguro, cerró la puerta para volver a abrirle en estando la casa toda recogida. Asegurole, y engañada [76 →] primero de la turbación y después de la confusión de puertas, que para diferentes aposentos había en la , examinó a otros desocupados. Admirada de no hallar en ninguno a César, dejando de buscarle en el en que entró, viendo la puerta de Lises la de Toledo cerrada, y grande quietud en su aposento, donde habría media hora que había sucedido la tragedia. Fue a la ventana por donde entró César, que estaba abierta, y del mismo modo que ella la dejara. No sabía qué pensarse, todo era admiraciones, causándolas notables a su señora, cuando le dijo que no hallaba a César en aquel cuarto después de quedar encerrado en un aposento de él. Dejó las primas y criadas atónitas, por dar cuenta de César, el cual con el golpe de la caída despertó del desmayo en que le tenía la perdida sangre. Las heridas eran dos, y peligrosas, como de enemigo tan diestro, y que acertaba hasta el lugar donde acostumbraba encaminarlas.
El joven lastimado más de las iras de Lises que del dolor de las puñaladas sino estaba, y vanaglorioso de ser tan dichosamente desdichado. [77 →] Pasó acaso por la calle un caballero, que se llamaba don Fernando, grande amigo de César, antes que sus melancolías le hiciesen intratable. Vio el bulto de César a las luces que llevaba. Llegose más cerca, y reconociendo ser César (que siempre advertido), le pidió que, sin decir quién era, le mandase llevar a su casa, porque el secreto le importaba más que la vida. Obedeció al ruego don Fernando y, lastimado igualmente que cauteloso, despidió los criados después que le ayudaron a entrar a César en la carroza, sin saber ninguno quien fuese. Ordenó al cochero guiase a casa de César, que en un parasismo pasó el camino. Llamose quien le curase con pena y palmo de su gente porque aquella noche había César salido solo, que fuera error querer le viese nadie entrar en aquella casa.
Con poca confianza de que viviese estuvo algunos días. Sanó al fin y, desengañado de merecer más que desengaños, se partió a servir a su Majestad a Flandes, enviando primero sus prendas y papeles, por su confesor, a la Lises de Madrid. De los demás sucesos [78 →] suyos, de los de Lises y otras personas, daré cuenta en la segunda parte, rematando esta con un romance que César hizo al partirse y dice así:
ROMANCE
No más porfías, cuidado
atemos el pensamiento,
que manifiestas locuras,
piden remedios violentos.¿Qué va en que todo se pierda,
pues tan perdido me veo,
que hasta la tierra me arroja,
después de faltarme el cielo?Como caudal de sus ríos,
el mar de mis sentimientos,
al océano procuré
introducir agua, y fuego.No es paz la guerra que vino,
otra, cuidado busquemos,
en que por lo menos yo,
no riña contra mí mismo.De los rigores de Lises,
ni me agravio, ni me quejo,
que procuran mis finezas
competir con sus desprecio.[79 →] Ofendo con lo que adoro,
y sin esperar ofendo,
y el mayor empeño mío,
es ver imposible el premio.¡Notable infelicidad!
que un impensado suceso
desairar la atención pueda
¡de tan corteses respectos!De todos modos mis males, solo
es este mal el que siento,
que ser infeliz no es culpa,
y es infamia ser grosero.
FIN
- La confesión es un sacramento de gran importancia entre los practicantes de la religión católica, ya que, mediante este sacramento, se espera recibir el perdón de Dios por los pecados cometidos. Su importancia se puede ver reflejada en la novela, cuando Jacinto, estando en los últimos momentos de su vida, recibe el sacramento de la confesión. ↵
- El uso de "neciar" como verbo responde a la voluntad de la autora de señalar que César no deseaba que su amor fuera negado ↵
“Estado del convaleciente” (RAE). Convalecer: “Recobrar las fuerzas perdidas por enfermedad” (RAE).
“Procurar o conseguir algo con diligencia o maña” (RAE)
“Felicitación” (RAE)
“Proyecto o disposición que busca el mejor resultado de un negocio o pretensión” (RAE)
“Ajuste o convenio entre dos o más personas sobre algo” (RAE)
“Habitación” (RAE)
“Vocerío o estrépito causado por una o varias personas” (RAE)
“Exaltación extrema de los afectos y pasiones” y también “Accidente peligroso o casi mortal, en la que el paciente pierde el sentido y la acción por largo tiempo” (RAE)
“Retirarse a algún sitio, apartándose del trato con la gente” (RAE)
“Con movimiento acelerado y violento” (RAE)
“En el catolicismo, sacramento de la penitencia” (RAE). Penitencia: “En la religión católica, sacramento en el cual, por la absolución del sacerdote, se perdonan los pecados cometidos después del bautismo a quien los confiesa con el dolor, propósito de la enmienda y demás circunstancias debidas” (RAE)
“Que siente contrición” (RAE). Contrición: “Arrepentimiento de una culpa cometida” (RAE)
“Bolsa de tela que se ata a la cintura y se lleva colgando bajo la vestimenta” (RAE)
“Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber” (RAE)
“En oratoria, discurso o sermón en alabanza de algo o de alguien” (RAE)
“En la tradición clásica, fuerza desconocida que obra irresistiblemente sobre los dioses, los hombres y los sucesos” (RAE)
“Querido o estimado” (RAE)
“Capa interna de la concha de los moluscos [...]” (RAE)
“vela (‖ pieza de cera para alumbrar)” (RAE)
“Desaseo, descompostura, desatavío, falta de aliño” (RAE)
“Acción de rebozar” (RAE). Rebozar: “Cubrir casi todo el rostro con la capa o manto” (RAE)
“Pieza o corredor largos y espaciosos, con muchas ventanas, o sostenidos por columnas o pilares” (RAE)