1 Discurso primero
[1→] En Madrid (por antonomasia) corte la más célebre, donde compite lo perfecto de la naturaleza, con el arte de sus hijos, sin averiguar la ventaja superioridades al aplauso, por no ofender el trofeo los predicamentos que le ilustran, siguió uno de ellos, o la costumbre, o a su fortuna.
Saliendo una tarde (de aquellas, que cada cual cifran toda la primavera) al Prado, que por frecuentado de caballeros y damas, es recreación de los ojos, como común aplauso de mil plumas de voladoras águilas. Hallole, pues, don César (que así llamaré al héroe de mi historia) sin más cuidado, que de no parecer mal a las damas, que andaban en el paseo; donde algunas rebozadas de medio ojo, pretendían dar a entender, que era el sol uno, tapando [2 →] el otro.
Vio de la otra parte, al pie de los álamos, sentada entre las otras, una dama que lo airoso del talle le obligó a apearse para poder llegar a hablarla, si bien al ponerlo en ejecución se le atravesó delante un coche con cuatro damas, una de ellas de tan que, haciéndole olvidar el primer intento, le llevó la y los ojos a aquella parte que había respetado por cielo, juzgándole objeto perfectísimamente digno de todo amor. Cobrose el suspendido caballero y, entre cortés y temeroso (que era muy discreto César), llegó a ofrecerse para escudero. A que respondió una de las compañeras, de la causa de su elevación:
—No nos autorizaréis por anciano, ni nuestro recato permite que aceptemos tal ofrecimiento, que sois ocasionado, lo que basta para que se repare en vos. Tomad vuestro caballo, o coche, y no nos sigáis.
Bien quisiera César obedecer, por no parecer cansado, pero no pudo acabarlo consigo, que había poco que amaba, y en los principios, amor es mal enseñado a términos. Y donde no hay experiencias de semejantes [3 →] riesgos, indeterminase más el ánimo, replicó:
— van tan bien tapadas, y yo soy tan poco conocido, que la más sutil malicia, aunque sea muy astróloga, no podrá comprender la calidad de esos astros, ni perderán ellos su veneración, aunque vaya siguiendo su resplandor, que es el interés a que aspiro, para dilatar los alimentos de vivir más tiempo, que me prometo, si a la vista de una de las cuatro fuere sirviendo mi galanteo.
A que dijo otra:
—¿Cuántos meses os parece duraréis, permitiéndoos que vais, y cuántos si no? Que conforme a eso os defiriremos[1].
—No se alargará mi vida a meses —dijo César— que mi mal no es enfermedad, ocasiónale un incendio. Ved vos el término de una llama, que pocos instantes podrá sustentarme. Si bien, dejándome hoy favorecido, resistiré a lo penoso, y me eternizaré en lo sensitivo, que para penar quiero la vida, y toda la eternidad para el tormento.
—¿A cuántas habréis dicho lo mismo hoy en aqueste prado? —dijo la primera que habló.
A quien respondió la más alentada:
—Falta, para que nos deje, que tú le pidas celos; él parece [4 →] que viene despacio, y sólo nos busca porque somos cuatro. El número le trae, y no nuestras caras, pues no las ha mirado. Son ellas tales, que me parece le despidamos descubriéndonos, que al punto se volverá.
—Tan deseoso estoy —respondió César— de ver si descubierta sois tan maravilla como tapada, que si me lo permitís, quedo de no dar un paso para seguiros.
Perdiéndose iba César por puntos y, sin saber lo que pedía, pidió su muerte. ¡Mal advertido se negoció el peligro, y buscó su ruina! Que es la belleza de fortísimos arpones, piélago también inmenso, en que el alma se anega, muerte al fin, si dulce, que despoja como sirena.
—No quisisteis, señor galán —dijo una de las otras— que fuésemos ignorando cuál os pareció mejor: pues ella se descubra, que no queremos quedar tan feas a vuestros ojos, como lo estamos en vuestra imaginación.
—Si no hay otro remedio —dijo la más hermosa— hagamos una muestra general.
Levantaron los mantos y vio César que aquella en quien tenía puesta la atención mostraba un portento. El cabello era bien acomodado, [5 →] tanto, y de color tan perfecta, que bastara solo a rendir; la blancura de la cara abatía la nieve de los Alpes y todos los cristales del mundo; las cejas guedejosas, y negras; los ojos verdes, pero tan desmentida en ellos la esperanza, como vivos los resplandores; la nariz, admirable consonancia de las otras facciones; los labios poco rosicler, y los dientes muchas perlas, menudos, y muy iguales; el cuello terso, y gallardo. Finalmente, esta dama se ostentó de tal cielo serafín; tan brillante bizarría cegara la vista del sol.
Ved, pues, qué deslumbrado quedaría César, registrando de tan cerca en una esfera tantos soles: fue una estatua, quiso hablar y no supo, que la admiración enmudece los sentidos. Quiso irse, y no pudo, que enlaza los pasos una representación divina. Tributó la cortesía el común decoro, y quedose sin libertad, sin alma, y sin acciones, que le faltó determinación hasta para seguir con los ojos el objeto de su gusto.
Pasado gran espacio tornó en sí, reparó que huía Apolo, envidioso de tan adorado esplendor, y que le venía a sustituir su hermana, tendiendo [6 →] el manto, porque se acabase aquella ocasión. Fuese a su casa, que la tenía ostentosa, grande la posada, bien alhajadas las piezas, muchos criados, cuya ostentación mostraba ser primogénito, y estar recién heredado, de padres nobles por sangre, y ricos de bienes de fortuna, no teniendo más de un hermano, que seguía la escuela de Marte, ejercitando su valor en las armadas de Su Majestad: y él intentó hacer lo mismo en vida de su padre, que no vino en ello. Era César en este tiempo , bizarro de cuerpo, muchas gracias, y de gentil discurso, de muchos bríos, cortés y afable. Estudió con cuidado letras humanas, supo las lenguas de Europa. Estas noticias quise dar de sus partes, porque se le tenga la mayor lástima en las desgracias que le costó su inclinación.
Recogiose César a su estancia, sin querer le hablase nadie. No acababa de admirarse de la diferencia con que trataba su corazón al pecho. Todo era inquietudes, todo amorosas ansias. Salió aquella tarde con sus potencias, y estuvo la memoria sin moverse de una parte, rindiéndose sin contradicción [7 →] a la fuerza de este accidente. El entendimiento discurría, pero todo era idear fantasías, y imaginar imposibles. La voluntad estaba cautiva, y como tenía enferma el alma, no hallaba sosiego, aunque variaba lugares. Mil veces se acostó y levantó aquella noche. Y otras tantas se culpaba en no seguir su dama, pero volvía a responderse: ¿pude yo hacer más por mí que intentarlo contra su gusto? ¿Cómo había de conseguirlo contra su precepto? Menos importo yo que mi obligación, acabe yo, y no la enoje grosero, quien la idolatra tan fino. De mis ojos debo quejarme, que por ellos entró al pecho el veneno; Mas ¡ay, qué harto los castiga la poca esperanza de volver a ver aquel prodigio! Que no es mujer común, informa su recato. Ni sé si es casada, ni me habló tan apacible, que pueda esperar su favor.
En medio de estas desesperaciones le animaba su deseo con el pensamiento, de que así como aquella tarde la vio, la encontraría otras en el mismo sitio. Amaneció, vistiose César, y cuando quería salir a buscarle, le avisaron venía don Jacinto, el más particular de [8 →] sus amigos, que como era generoso, muchos, y la verdad que profesaba le hacía conservarlos todos. Entró don Jacinto, hallole tan , que no excusó preguntarle, qué sentía, que tenía pálida la color, y melancólico el semblante. Contole César el suceso del día antes. Escuchábale don Jacinto alterado, mudando de cuando en cuando la color. Reparó César, y preguntándole la causa, quiso él excusar decirla, pero tanto por saberla que, vencido don Jacinto, pronunció estas palabras:
—No es cautela, amigo César, querer callar mis sentimientos, respecto si, a vuestras penas. Ahora os buscaba para comunicar con vos un suceso mío, que después de escuchar el vuestro, no tengo para qué, sino tornar a referir vuestras mismas razones, añadiendo, que siguiendo esas mismas damas, por el dueño de las señas que me dais, llegó a mí don Carlos Félix (que conocéis muy bien) preguntándome, si conocía aquella señora, mostrándome nuestra imagen[2]. Respondile que no. Díjome, pues señor don Jacinto, sabed que es prenda mía esa dama, y acordaos [9 →] que soy vuestro amigo, y servidor ha muchos años. Discúlpeme con haberlo ignorado, y fuime a mi posada, con más ansias que vos, que llevaba celos. No os he de mentir finezas, diciendo que dejaré de amarla, que antes despreciaré la vida. Este, César, es mi desvelo, juzgad, pues vistes la causa, y sabéis la amistad que tengo con cualquiera de sus amantes, en qué puedo resolverme, que no sea, o una necedad olvidando, o una deslealtad pretendiendo.
No se puede ponderar la pena de César en este segundo lance. Respondió a don Jacinto:
—Nuestros sucesos se igualan de fuerte, que no pueden diferenciarse las respuestas.
Y que le agradecía desengañarle, porque él hiciera lo mismo que él hacía; que tenía por sí, no tener con don Carlos más comunicación, que un conocimiento.
—Sirvamos, aguardemos, y merezcamos —dijo don Jacinto, conformemente—; que yo no he de quebrar con vos por ningún empeño.
—Sea como decís —respondió César— mas con tanto, que no sepa yo de vuestras diligencias, ni vos pretendáis noticias mías, que ya sé que sois celoso; [10 →] y vos, que no soy sufrido. Pero si alguno llegare a ser admitido, justo será que avise al otro, porque no nos ofendamos.
—Pero decidme por vida vuestra, Jacinto, ¿quién es esta dama, que sin conocer su calidad, más que su belleza, no estuvieron distintas noticias de rendimientos?
—Acaso la reconocí vida aquella tarde, hoy es ya mi muerte —díjole don Jacinto— no tuve a quién preguntarlo, solo sé se llama Lises, y que don Carlos es tan noble, que no pretendería mano de quien no igualase su sangre.
—Poco enamorado estáis —dijo César—. Yo tengo mis presunciones, y no me he casado, por no poder, con una estrella. Y hoy no reparara en calidades, como su reputación iguale su beldad, que es el crédito teatro donde se publica lo más venerable de una dama.
Fuese don Jacinto, y César al Prado, buscó a su adorada Lises, pero fue vana la diligencia, que no salió aquella tarde. Recogiose más triste que la pasada noche, estando con la propia inquietud; que buscar a quien se ama, y no encontrar el gusto, ocasiona, lo que se prometieron alivios, resultar en confusiones.
[11 →] Al otro día le entretuvieron poco, y embarazaron mucho algunas visitas de amigos. Dándole lugar, salió dudoso de su dicha (¡cuando fuese ella venir prevenida!) halló César en el mismo lugar las propias damas. Entibiose su valor, y titubeó su juicio con tan repentina gloria (que siempre es repentina la de amor) y breve, aunque se goce por horas, porque es el logro siempre deseo. Bien lo muestra César en lo extático de esta segunda vista. Bien infirieron las damas, de la turbación con que él habló a Lises, que eran los afectos más que las razones, a que ella respondía con donaire, y con desdén. Después de largos discursos, habló César en don Carlos Félix, confesando era el primer hombre que mereciera su envidia.
—Qué mal me conocéis —dijo Lises— ni conozco ese don Carlos, ni intento hacer ningún hombre dichoso. Los que no aman, son ignorantes; los que aman, pueden olvidar; los que olvidaron, son infames. Así naturalmente siento ser querida, porque no hay hombre que sepa querer sin esperanza. No hay galán que ame más que su particular; las finezas paran en conveniencia [12 →] propia; los servicios, en atenciones cómodas.
—Galán, señora, conozco —dijo César— que supo adivinar vuestro gusto, antes de conocerlo, y adora sin esperanza, porque es su amor todo entendimiento.
No le dio la gente lugar a muy dilatados periodos, creciendo a aquella parte. Fuese Lises, y César siguiéndola de lejos, hasta que la vio entrar en casa de un caballero, llamado don Felipe, de cuya nobleza tenía larga noticia, y con él amistad, por haber sido camarada de su padre en Flandes. Sabía que tenía este don Felipe una hija muy celebrada en Madrid. Con la evidencia de verla entrar allí, y de tratar las compañeras como a criadas, no como a iguales, se satisfizo más de su pleito. Y acordándose de oír a Lises el mal concepto que tenía de los hombres, se alegraba, considerándose antes blanco de sus desprecios, que ejemplar espectáculo de celosos. Afirmole Lises, que ninguno había de merecer su mano, y que él la podía esperar menos, por ser más moderno pretendiente.
Reprehensión, sino castigo bien merecido, pues quien adora ha de conservar el querer, sin que [13 →] los labios enseñen perfecciones; fiar el suceso de la suerte, y no del mérito de la diligencia, que el amor no es mercancía, es accidente de la fortuna. Por eso le pintó un discreto [retrato] tapando la boca y los pies con , con una letra, que decía: “callar y sufrir,” que es lo mismo que si dijera: “no digas tu corazón, confía que lo entienda tu dama. No hagas diligencia para querido, que el sufrir la prisión y la inquietud del deseo es medio para la victoria.”
Las razones de Lises pusieron a César en desvelos, y cansado de lidiar con sus pensamientos, hurtó los ojos el sueño. Y por aprovechar el tiempo, escribió este romance, en que mostró, que querer, por querer a Lises, sólo era su intento, y su interés.
ROMANCE
Mal, Lises, podré escapar,
cuando intentarlo aún no sé.
De tus prisiones el alma,
de tu adoración la fe.Yo le perdono a la dicha;
mayor dicha, que tener
[14 →] mil ansias para una vida,
mil vidas para un desdén.Despojo soy de tu planta,
desde que puse a tu pie
una voluntad rendida
al dominio de tu ley.No importa que pene mucho,
pues ganancioso en perder,
cuanto arriesgo por humilde,
he ganado de fiel.Dicen, que sin esperanza
amor no puede tener
tan efectivo el afecto,
tan activo el pretender.Yo sé, Lises, que no puedo
más activamente arder,
ni hay más discreto esperar,
que este merecer cortés.Yo te adoro, sin más fin,
que quererte, sin querer
que desmientan tus favores
la deidad que en ti se ve.Severa, pues, Lises bella,
desde tu altivo desdén,
ya mas permitas que sea
menos grave lo cruel.
[15 →] No le desvanecieron a César estos versos por discretos, agradáronle por haber salido tan a su sentimiento. Abajo escribió estos renglones: “no ofenda un atrevimiento, que aunque parezca delito, nunca puede ser soberbia”. Madrugó César, por buscar remedio a su mal, que dejarse morir, es desesperación muy contra el brío. Llamó a un criado, de cuyo calor la experiencia le tenía seguro. Y después de contarle su amor, y encargarle el secreto, pidió ayudase su designio, buscando traza con que fuese aquel papel a manos de Lises.
Tenía el mozo, que se llamaba don Antonio, un deudo en casa de don Felipe, a quien se obligaba a darle. Mas no vino en eso César, por lo que peligraba la reputación de Lises; que el buen amante debe atender primero los riesgos del decoro de su dama, que lo interesable de su gusto. Quedose don Antonio con el papel, y César con intento de ser de sí mismo tercero, volviendo a hallarla, que no tenía mucha dificultad recibir una dama de Madrid unos versos. Que la poesía, por común lisonja, dicen allí, que no ofende la modestia, ni [16 →] el recato (no es esta mi opinión, señora excelentísima).
No estaba muy bien reputada la fidelidad de don Jacinto en el concepto de César después de escuchar a Lises, que no conocía a don Carlos, pareciéndole fingimiento, y estratagema, para que él la olvidase, viendo que don Carlos hablaba como dueño de Lises. Y cuando el ánimo de César formaba queja del de don Jacinto fiel, en tantos lances, compañero en algunos peligros, a que perdonaran los celos cualquier escrúpulo de la fe de don Jacinto, diera mucho que sentir en otro tiempo a César por la estimación que en todo hizo de la amistad de tal caballero. Pero en aquel sus acuerdos eran, o un favor imaginado, o un desprecio temido.
Sintiose al otro día incapaz de salir de casa, que la fatiga del cuidado, y la melancolía, que le maltrataba, causaron una recia calentura, que le apretó algunos días. Celosos de su salud acudían los amigos a entretenerle. Y una noche, que refirieron versos, dijo Fabio unos a una dama de palacio, que por salir toda extremos en un día de fiesta, guarneció un vestido de plumas de pavo.
[17 →] Ave de plumaje verde,
de cuyo raro esplendor,
tantas envidias hoy nacen,
cuántas muertes causas hoy.No por vuestra beldad sola
la ventaja os concedió,
aquella esfera de luces,
donde es cada estrella un sol.Por repetiros trofeos
en más copia, repitió
tanta luz, si bien sus rayos,
no rayos, ya sombras son.Una victoria era poco
para vencimientos dos,
que si lo hermoso excedéis;
lo sutil se os consagró.Decidme, si aquel adorno
¿fue capricho, o prevención,
para venerarle gala,
o agradecerle el favor?¿Temiste acaso que Argos
ojos prestase a algún Dios,
y los vestís, estorbando
una envidia a mi ambición?Muy vuestra fue la piedad,
mas hubo quien murmuró,
[18 →] que en mí estorbase una muerte,
quien tantas vidas quitó.Con todo si de unos celos,
vuestra traza me excusó,
mal de un incendio pudiste,
mirando con soles dos.En ellos víctima ardí,
con valentía, y temor;
la menor por el sujeto,
por el dueño la mayor.Tan en Etna convertir
pudiste mi corazón,
que cuanto nieve tocaste,
abrazo en suspiros yo.Cenizas lo digan, cuantas
el Céfiro ministró
de un Iris, que aquesta vez
puedo ser exhalación.De mi aliento le recato
a este divino listón,
pues en un suspiro mío
parte peligrar se vio.Mas si era vuestra esta cinta,
mal digo, no peligró;
llama quiso ser visible,
como es llama interior.[19 →] Gloria será siempre vuestra
vencer con tan superior
beldad, pues octavo cielo
por vos es nuestra región.Muchos siglos coronéis
este clima, porque amor
habite nuestro horizonte
con eterna duración.Esto decía un amante,
que sabe amar, aunque no
sabe escribir cómo amar,
ni decir cómo admiró.
Justamente pareció mal el romance, que causas que la dan a admiraciones, ya más disculparon ignorancias. Luego recitó Celio este soneto que había escrito a instancia de un amigo para una dama que se hirió ella propia.
SONETO
Elisa, si tan diestra en las heridas
andas, por ejercicio, y por crueldad,
¿cómo desacertó la voluntad
las venas que no estaban defendidas?[20 →] Halláronse las tuyas resistidas,
por tuyas, y por ti está la deidad
ofendida, pues quieres igualdad
a tanta vida, con las otras vidas.No fue tuya la sangre, sino mía,
préstola el corazón a tu rigor;
cautelosa la flecha despediste.Que llegarte el dolor nunca podía,
ni dejar de ser todo del amor,
cuando fue tal el blanco donde diste.
Por peor dieron el epigrama que ni aun el sagrado del primer asunto tuvo a qué acogerse.
Cupo a don Jaime el tercer asunto, y desempeñose con el romance que se sigue hecho a Clori, muy temerosa de sangrías.
ROMANCE
En controversia de luces
(bellísima controversia)
entró a admirar el amor
cómo riñen las estrellas.Opuestamente contrarios
tu valor, y tu belleza;
no sabe cuál vence a cuál,
después de ver que pelean.[21 →] Si a ti, señora, te temes,
competida de ti misma,
¿quién hay que contra tus rayos
ose prevenir defensas?En el mal que te fatiga,
te contemplo, Clori bella,
sin más razón de quejosa,
que haber confesado quejas.Si hasta temerosa matas,
¿qué temes que se te atreva?
deja que sienta tu achaque,
quien de sentimientos sepa.Tiranamente piadosa
en esta ocasión te ostensas,
armándote contra el mal
de remedio que atormenta.Si fuiste en la acción piadosa,
¿por qué en tirana te empeñas,
mostrando que lo que es gala,
en ti pudo ser violencia?Cerca se vio de cadáver,
quien se vio de ti tan cerca,
en tiempo, ¡oh Clori!, que estabas
amenazando tragedias.De humanarte el sacrificio,
allí el camino te enseña;
[22 →] mas en él fue mi cuidado
víctima sin resistencia.Hurtando fueros al alba,
amaneciste bellezas,
siendo nuevo día al mundo
lo breve de esa azucena.Miré el ministro medroso
con razón, que es justa deuda,
aunque están en tus preceptos
libradas las obediencias.Allí un iris desata,
en los efectos cometa,
apretando en los desvelos
los rigores de la pena.Cuando ocultaste los ojos,
¡ay! dije, Clori, no temas,
mira que no llega al cielo,
ni tormento, ni tormenta.Terminando suspensiones,
duplicas luego traviesa;
incendios de fuego, y sangre;
tiros de rayos, y flechas.Acertado el golpe erró
el lugar donde se emplea;
pues si procuraba sangre,
rubíes halla en las venas.[23 →] Llevada de la atención,
fue mi vista la primera,
que surcó golfos de nácar
en ondas de primaveras.Necia siempre la ambición;
hoy se muestra tan discreta,
que satisface, y suspende
cuantos la ven satisfecha.Mas que mucho si cogió
en un estanque de perlas,
¡cuánta plata escarcha el mar,
cuánto precio Ofir encierra!No estaba lejos Cupido,
antes se puso tan cerca,
que (por lisonja, o venganza)
el propio ofrece su venda.Dio fin con esto el suceso,
y acabose mi asistencia,
que sustituyen iguales,
mi cuidado, y mi fineza.
Leyó don Enrique, no sin lágrimas, esta carta que un amigo le había escrito de Sevilla, en ocasión de la muerte de Laura que todos los circunstantes conocían, unos de vista y otros por fama.
[24 →] A lágrimas, y a silencios,
reducida Eliso el alma,
modo le falta a la queja,
de referirte mis ansias.No tiene la voz acento,
no encuentra el labio palabras,
toda la pena lo oprime,
todo el dolor lo embaraza.La causa, ¡ay de mí!, es tan triste,
es tan fuerte la desgracia,
que no mata padecida,
porque mate imaginada.Los suspiros desde el pecho
ternísimamente exhalan
fuego, que a los ojos míos
comunica en vivas llamas.Estos de mis sentimientos
verás, y extremos declaran;
atiende Eliso a mis ojos,
pregúntales lo que pasa.Mas al corazón te envían
no saben decirte nada;
no es mucho que aquesta vez
le falten lenguas al agua.Mi afecto, amigo, te explique
la desdicha más extraña,
[25 →] que si ha de volver al pecho,
no importa del pecho salga.No para buscarme alivios,
para negociarme lástimas,
dispensa mi mal conmigo,
que en razones mal formadas.Yo propio, ¡ay, cielo!, te informe:
¡valor, y aliento me falta!
¡que expiró!, ¡terrible lance!,
¡la generalmente amada!Deidad mentida en mujer;
en pocos años de dama,
muchos lustros de hermosura,
¡quién duda que esta fue Laura!
Refirió don Bernardo el séptimo discurso a una dama con luto y toca negra.
ASUNTO ACADÉMICO
Pregunta Tisbe a Cupido,
¿cuál da mejor luz al día,
si el sol en su mayor fuerza;
si en crepúsculos Lucinda?ROMANCE
Pensiones de venturosa
vas pagando a la desdicha,
[26 →] pues han de pasar por tuyos,
argumentos de la envidia.Sin tan cerca estás del cielo,
que todo el ciielo examinas,
mal puedes, Tisbe, ignorar
las ventajas por Lucinda.Mas la respuesta prevengo,
porque mi dolor me anima
a exagerar sus poderes,
si a llorar prisiones mías.Nací, como todos saben,
tan firme en mi monarquía,
que sujetaba a mi arbitrio
voluntades, como vidas.Atrevidamente osado,
como con dioses, y ninfas,
fui triunfador generoso,
al paso que era homicida.Marte fiero, Iove airado,
delante de mí se humillan;
no hay con amor libertades,
no hay conmigo bizarrías.A la gran deidad de Venus,
de mis crueldades no libran,
ni los respectos de madre,
ni la vanidad de altiva.[27 →] El menor cuidado mío
abrió con terrible herida,
al pecho de Apolo entrada
a enamoradas fatigas.Estando en su mayor fuerza,
penetré con flecha activa,
si cuantos rayos le ilustran,
sus propias quejas lo digan.Mas en esta otra deidad,
en pasmos mis osadías,
sumisas adoran, cuanto
prodigio mayor admiran.Mirela, y hice en un punto,
mariposa de sus niñas,
estudiante en sus reflejos
el discurso, y no la vista.Respeta el sol mis arpones;
yo aquí temí las iras
de otro, que en celajes negros
días calza, y soles pisa.Yo pude cegar a Apolo,
y a mí me cegó Lucinda;
no es dudosa la ventaja,
que sucesos dos afirman.Infiere, pues, Tisbe, ahora,
cual da mejor luz al día,
[28 →] ¿el sol estando vencido,
o vencedora Lucinda?
Seguíase Celio, que no era poeta y, por no parecer inútil para la conversación, dijo este soneto de una dama escrito a otra que la importunaba ponderase las lágrimas de cierta persona que aborrecía.
SONETO
Peligrando, señora, en la obediencia,
con dudas del discurso, o del respeto,
escojo antes ser necia en tu concepto,
que hacerte escrupulosa la experiencia.Esta ponderación que, de indecencia,
quiere llevar la fuerza del precepto,
si llego a imaginarla, ya en efecto,
el llanto se confirma conveniencia.Lágrimas, que indicaban sentimiento,
después que merecieron tus piedades,
mudaron, Amariles, argumento.Ya no pena, recela vanidades,
lo que con apariencia de tormento,
pudo ver humanadas las deidades.
—De mujer en fin —dijeron todos, con las caras torcidas.
Y don Agustín el romance [29 →] siguiente a un ruiseñor que, huyendo de la prisión con la liga presa al pie, le enredó en el de un árbol donde murió.
ROMANCE
De quién huyes avecilla,
si vuelas a tu peligro,
haciendo la diligencia
las partes de tu destino.No pares, y de tus plumas
los matizados aliños,
defensa a tu vida sean,
más que hermosura y vestido.Libre vas, mas desdichado,
tu vida llevas de un hilo
presa, ¡ay, dulce ruiseñor!
qué poco vuela un rendido.Contra los hados, que importan
ajenas voces o avisos;
tu el sepulcro te buscaste,
tú te das la muerte mismo.Discretísimo has andado
en mostrar que, si has huido,
no es por vivir de cobarde,
sino por morir de fino.[30 →] Que amante, sin duda eres,
con esta acción nos has dicho;
pues cuando burlas la fuerza,
no te excusas de cautivo.La propia liga que traes,
te sirve de precipicio,
por ostentar tu firmeza,
que no te excusa a los grillos.Mas que la desconfianza
de tu dueño te ha ofendido
tanto, que para perderte
intentas lo fugitivo.No por librarte si acabas
alentado y vengativo,
probando que las violencias
irritan los albedríos.
Entró don Jacinto y por ser tarde se despidieron todos. Venía tan alegre que dio asunto a nueva tristeza en César, juzgando por si no podía comunicar semejantes efectos menos que el favor de Lises. No se detuvo en muchas pláticas César, sin llegar a la que le importaba y don Jacinto más deseaba mover.
—Venís tan alentado, señor don Jacinto —dijo César— que me dais a entender debéis más a vuestra [31 →] estrella que yo a mi fortuna. ¿Qué diferencia fue esta de ayer acá? ¿Y qué desigualdad es esta de mí a vos? Yo cisne en los términos de la vida, vos fénix entre las dichosas llamas de la muerte. Hablad, decid la causa.
—Según nuestro concierto —respondió don Jacinto— os venía a avisar no prosiguiésedes el galanteo de Lises, que ayer en el Prado me dió este ramillete —enseñándole unas flores— y hoy licencia para pedirla a su padre don Felipe. Celebro en Lises que me importa tanto el defecto que en las demás mujeres no se me diera nada que escogieran lo peor, pues me antepone a otros que la desean, que la sirven y que la merecen.
No hay exageración que encarezca, hipérbole que declare, ni encarecimiento que acredite los tormentos, los martirios, los venenos en que se convirtieron desde los labios de don Jacinto a los oídos de César estas palabras.
—En cuanto no os conocí —le respondió— bien pudiera alabar la elección de Lises, mas hoy, que os reconozco tan fingido, no sólo tengo lástima mas paréceme estoy obligado a avisarla [32 →] por lo que se debe a su belleza sepa Lises que sois traidor a los amigos, que no respetáis obligaciones y que engañáis como cualquier ordinario hombre.
—Tened, César —dijo don Jacinto—, no paguen mis lealtades culpas de vuestros achaques. Vuestro esclavo me consagré desde que nos conocimos. Frenesí son vuestras quejas. No las continuéis, que me lastiman y hasta así me corren pudiera vuestro término más que mis locuras.
Dijo César:
—No os pongo culpa en perder a Lises. Oféndeme que buscásedes traza para que la perdiese, antes de saber que la ganabais diciendo que don Carlos la llamaba suya cuando no la conoce. Haréis que pierda el juicio.
—Si el vuestro está cabal —respondió don Jacinto— don Carlos sirve a Lises desde sus primeros años sin que su padre lo sepa ni ella le pague. Hablar a don Felipe intento y decirle a él la olvide, pues me quiere y no le debió nunca atención. Quien os dice lo contrario no os trata tanta verdad como yo.
No quiso César decir que había hablado a Lises, que respetaba con toda el alma su reputación y quería perder antes [33 →] su gusto que hacerle perder su fama; que la fineza más discreta es paliar los indicios por que no se averigüe la intención. Decirla adquiere aplausos vanamente estimados, pero el amante debe juzgarlos por riesgo sin publicar el querer. Olvida no solo la obligación, pero aun a su dama, que más se acuerda de ella estando las noticias en el corazón que no en la publicidad del devaneo.
Fuese don Jacinto resuelto en lo que había dicho y César quedó muriendo de lo que estaba imaginando: no debía continuar contra don Jacinto diligencias, no podía refrenar su incendio, y en contradicciones tan opuestas reíase Cupido, y desesperábase el pobre amante. ¡Qué perdonaron a quien pretende amoroso! En este estado le halló don Antonio, que contentísimo le vino a pedir de estar a aquella hora su papel en mano de Lises. Porque saliendo a la calle Mayor a comprar unas , halló a un criado de don Felipe que estaba en la misma tienda tomando cantidad de cintas para Lises, entre las cuales él sutilmente le [34 →] metió sin que nadie pudiese verlo.
No desagradecía César aquella noticia, aunque nunca la pudo creer remedio. Dejémosle con sus penas, por contar lo que sucedió a don Jacinto con don Carlos, que halló a su puerta recogiéndose. Subieron y, después de decirle don Jacinto que lo había buscado tres veces, le contó cómo Lises le tenía rendido y lo que con ella le había pasado, y confesara no le pesaría la pidiese a su padre. Y que respondiendo él que se agraviaría don Carlos, pues había tanto años la pretendía, dijera ella que importaba poco si le desengañaba siempre (desgracia grande, pues no cansando un deseo, no mereció un galardón por premio). Confesole también que encontrarla fuera acaso.
A esto respondió don Carlos:
—Con diferentes intenciones nos buscamos uno al otro; vos a mí para darme el mayor pesar, yo a vos para comunicaros la mayor ventura. Hoy se me ha dado un recado de Lises (que hasta en un desprecio no merecí su letra): que no estorbase con vos su casamiento, pues todo lo que tenía que alegar, venía a ser contra mí. Porque [35 →] no estaban las mujeres obligadas a amar a quien las quería, por más finezas que debiesen, sino a quien se inclinasen, aunque procediesen ingratamente. Que el amor es gusto y en su propensión se premia; por eso lo pintó la gentilidad Dios sobre los más dioses. Estos obraban por respectos, Aquel todo lo hacía por su inclinación. No os he de negar que, a no ser precepto de Lises, había yo de morir antes que dejaros conseguir esta dicha. Pero quiérola de manera que tengo de aventurar toda mi paciencia por obedecerla: débame imposibles, cásese con vos, y tenga tan felices sus años como han sido los míos desgraciados.
Quedó don Jacinto al cabo de estas razones loco de contento y de veras lastimado de las lágrimas de don Carlos, y se apartaron.
"Gallardía" (RAE)
"Embeleso" (RAE)
vuestras mercedes
"Caja portátil para flechas, abierta por arriba y con una cuerda o correa con que se colgaba del hombro" (RAE)
"Joven, persona que está en su mocedad" (RAE)
"Captar, conseguir" (RAE)
"Áspero y desapacible en el trato" (RAE)
"Importunar repetidamente con el fin de conseguir un propósito" (RAE)
"Grilletes" (RAE). Grillete: "Arco de hierro, casi semicircular [...] y sirve para asegurar una cadena a la garganta del pie de un presidiario, a un punto de una embarcación" (RAE)
"Acción y efecto de amagar" (RAE). Amagar: “Hacer ademán de herir o golpear” (RAE)
"Regalo que se da por alguna buena nueva a quien trae la primera noticia de ella" (RAE)
"Guarnición de encaje con que se adornan los vestidos, la ropa blanca y otras cosas" (RAE)