3 Discurso tercero

Discurso tercero de El desdeñado más firme[46 →] Amaneció, y una criada de Lises a su puerta, do entró recatada, y después de quedar sola le habló de esta manera:

—Mi señora, señor César, que es la hija del señor don Felipe, me envía a desengañaros, ya que ayer no fue posible. No es ella, como visteis, la que deseáis, aunque es con quien su padre intenta desposaros; que no puede ser, por tener dado[1] a don Jacinto de Toledo su palabra mi señora. La causa de vuestro engaño debió de estar en tener su propio nombre su prima, a quien en el Prado lisonjeastes dos tardes. Estorbad, como cuerdo, el casamiento, dando otro color al desvío, que es mi señor muy resuelto para que su hija se atreva a contradecir sus determinaciones. Ella [47 →] os lo suplica así, y os ofrece su intercesión con su prima.

—Diréis a la señora Lises —respondió César— que en causa tan mía no tendrá su merced que agradecerme nada en servirla. ¡No vi más felice desengaño! ¡Bien haya su firmeza! Que no sólo me desata una duda, mas me asegura intereses en mi amigo don Jacinto sin que los envidie mi amor, que no emprenderé ya por servirla, si me promete patrocinar mi fe con su prima. Decidme: ¿qué es a la señora Lises, la divina Lises?

—Hija es de una hermana del señor don Felipe —respondió la criada— y de un ilustre caballero de Toledo. Quedó sin padres, y por el más cercano pariente cupo al señor don Felipe traerla a su casa, donde pasa contentísima con la compañía de su prima, y las esperanzas de que la vendrá a ver muy presto un hermano suyo, que sirve con un puesto en Flandes.

Una rosa de diamantes, que dio César a la criada, fue en él la primera señal de agradecido, y en ella el primer empeño de obligada.

Saliendo de casa de César entraba don Jacinto que, curioso en conocerla, [48 →] por el recato con que se tapaba, pudo bien entender que era la misma criada que corría con sus papeles, y de Lises su dama. Llegó a hablarla, diciendo: 

—¿Qué busca v. m. en esta casa, señora doña Ana? ¿Por ventura repártense con más los favores de la señora Lises? ¿Tan presto mudó de voluntad? ¿Ya se conforma con la de su padre? No ha veinte y cuatro horas que me envió a decir no se la pidiese, que se trataban con César sus bodas, y que quería deberse a sí el estorbarse este riesgo. Más fácil era decirme, en lugar de estos seguros, “no me caséis ya, que no me merecéis.”

—No agravie v. m. a mi señora —respondió doña Ana—. Hable con su amigo, que de él sabrá lo que debe agradecer y lo que tiene que pagar.

Fuese, y subió don Jacinto, donde le informó César de todo lo que no fue llamarle Lises. No durmió bien la noche don Felipe, y a esta hora buscó a César, hallándole con don Jacinto, que César hizo retirar. Y después de prevenir a don Felipe con bien ponderados sentimientos, le dijo cómo la persona a quien había encargado su casamiento (que era don Jacinto de Toledo) [49 →] lo tenía ya tratado con una prima suya, que su desgracia pudiera más que la generosidad de su merced, estorbándole aquella lo que le concedía esta.

—No, no, señor mío —dijo don Felipe— no son necesarias tantas prevenciones, bastaba decirme luego, que os estaba bien ese otro empleo: mi hija no es mujer que la haya de dejar nadie por mejorarse de persona, o calidad. Con otra mujer de hacienda, podrá ser; y en esto de casamientos, no se ha de seguir otro norte más que la comodidad.

Corrido escuchó César a don Felipe porque mostraba creer era traza en César no le desengañar luego, por tenerle seguro, cuando el otro casamiento no tuviese efecto. Y él era tan hidalgo en el proceder, que sobre todo sentiría la menor calumnia en su verdad. Pasó adelante, diciendo a don Felipe:

—Si a un hombre de mis obligaciones, dijera un amigo muy grande suyo de las mismas calidades, que el amor de una dama (aunque sin ella dar causa a su aflicción) le trae loco, y él no tiene con esta señora más empeño de lo que yo con la señora Lises, mal anduviera si le usurpara [50 →] tantos intereses por su interés.

—Conmigo habláis —dijo don Felipe— que ya que no os gané por pariente, me holgaré de dar a Lises quien la ame. Ayer dudé vuestra pendencia, cuando os vi en mi jardín, que no hiciera, habiéndome advertido antes. 

—No sabía que era vuestra hija la que amaba don Jacinto de Toledo —respondió César.

—He de consultarlo primero con mis deudos y de Lises, que no quiero errar dos veces la elección por mi voto solo —dijo don Felipe.

Despidiose y salió don Jacinto de la otra pieza donde lo había estado escuchando, agradeciendo con mil encarecimientos a César dar principio a declararse su deseo. Cuando el logro de este se considera más cerca, ya vuela tan remontado el efecto, que mal puede alcanzarle un merecimiento grande, que la fortuna huye los méritos, siempre preciada de mal gusto, como si los méritos fuesen peligros para su rueda[2].

Consultó a sus deudos don Felipe el casamiento de Lises, y ellos como les propusieron conveniencias, y no afectos (que no imaginó su padre iguales los de Lises a los de don Jacinto) [51 →] asentaron que Lises casase con un deudo suyo, que lo deseaba; y aunque no de mejor calidad que don Jacinto, con aventajado estado, título de marqués, y pretensión de grandeza. Hubo menester poco para aprobarlo don Felipe, que en materias semejantes, el interés es estímulo para la resolución.

Llegó esta noticia a don Jacinto, que para estas no hay que las detenga el paso, que no se descuidaba doña Ana, ni Lises quiso encubrírselo: con ella no hizo su padre la ordinaria ceremonia de practicárselo; a la otra Lises lo dijo, y se vino a entender de ella. Avisose al marqués, que vivía en un lugar suyo, no muchas leguas de Madrid, y la priesa con que llegó mostró que no era deseado, que había de ser mal recibido, y que caminara más en las alas de Cupido, que en las ordinarias su presteza.

A todos pareció bien, a los criados por generoso, a las damas por bizarro, y a los más por entendido y cortés. Con disculpa pudiera mudarse Lises, más fue su razón de estado continuar finezas con don Jacinto (que el amor es muy estadista, y sabe que su imperio se [52 →] conserva en lo constante, y no en lo interesable).

El marqués, que apercibía finezas para Lises con quien iba a casarse, las hubo menester todas para obligar a la otra Lises a quien consagró rendimientos más del alma, aunque mal correspondidos. Pareció este remedio de don Jacinto, como mucho tormento de César, considerando tan cerca el marqués, con tantas gracias, y aventajado estado, que aunque de una herencia no aguardaba menores intereses, hay grande distancia de una posesión a una esperanza.

Quiso dilatar las bodas, pero don Felipe, ofendido de sus tibiezas, y irritado de sus dilaciones, aplazó día para las bodas, que fue quince después que llegó el marqués, que estos eran necesarios para , y más aprestos. En los últimos andaban aprestando tristezas[3] los novios, don Jacinto llorando celos porque Lises se iba descuidando, más por su honor, que por su vida. La otra Lises de todos burlaba, y más de César, que declaradamente aborrecía.

A este tiempo llegó a Madrid don Luis, hermano de Lises, y sobrino de don Felipe, que se esperaba de Flandes. Tenía [53 →] desenfado de soldado, ingenio toledano, y alentado talle; o fuese que por no haber visto en Madrid otra dama, y el primer huésped tomar la mejor posada; o por tener su prima un , y una belleza atractiva, sin , y con agrado; asentó consigo que no había más Flandes a propósito.

Tenía la tercera en Lises su hermana, que sin ser amante, hizo bellísimamente papel de medianera, y si bastaran diligencias, colmadamente fuera don Luis venturoso. No dejó Lises de contar a su hermano hasta la menor circunstancia de los amores de don Jacinto, porque celoso buscase otro divertimiento. Con esto dio más materia al fuego, y acrecentó instrumentos al martirio para el gusto: hallaba las conveniencias que se consideran para el honor; poco una correspondencia de cuatro papeles, y otros tantos recados.

¡Ah, si muchos supieran en sus particulares los mismos escrúpulos con que censuran las ajenas acciones, que bien miradas fueran las suyas! No quiero moralizar, que no es mi autoridad tan capaz, y el caudal no muy sobrado, para discurrir [54 →] moralista.

Digo, pues, que don Luis rondaba toda la noche la calle por hallar a don Jacinto; los celos le hacían imposibles los riesgos, y el mismo arpón le prometía sosiego en los desvelos, que después que el marqués llegó a Madrid, le pareció muy pocas veces a ruego de Lises; y como César no salía de ella, las más noches le encontraba, más con traje y en puesto, que seguramente le dejaba.

Una le halló cerca de una ventana, no le dejó lo repentino de la cólera conocer sagaz, sino ejecutar atrevido. Llegó a César con la espada en la mano, preguntando quién era. No sabía asustarse César en semejantes ocasiones, aunque un repentino accidente atemorice. Pero en César no hubo cometa que le igualase el brío, previniendo la suya, y oyó que le decía: “No me parece fino que estáis aguardando que yo os eche de esta calle”. No sabía César que don Luis estaba en la Corte, pensó que era aquel el marqués, y que podía vengar sus celos, o por lo menos intentarlo como deseaba.

—Si yo imaginara que tal pensamiento os podía venir —dijo César— volviera atrás seis calles, solo por enfadaros.

[55 →] Mal lo había pronunciado, cuando entrambos tuvieron lo que querían. Riñeron gran rato, por ser la hora de más sosiego. Cada uno examinó en su contrario destreza y valor; y si no habemos de atribuirlo al de César, librarse sin herida, y llevar dos no muy buenas don Luis, criado en las escuelas de Flandes.

Echemos el suceso a su mala estrella. Acudió el marqués, y [4] de casa de don Felipe, y conoció César su engaño, quedando tristísimo, y afligido, cuando escuchó al marqués llamarle primo, y a los criados por su nombre, por el cual solo le conocía. 

Aplicó la capa al rostro, y como todos se con el herido, pudo irse libremente a su casa, y don Luis a su cuarto, aun más que herido rabioso, de que no conociesen a su contrario.

Hubo gran revuelta en casa, los de su hermana más tiernos que los sentimientos de Venus por las heridas de Adonis[5]; en la otra Lises las demostraciones que prometía su estado, y los términos que dispensaba su cordura al encarecimiento. No estuviera esta tan en su punto, si de la ventana no hubiera visto que no era don Jacinto el  [56 →] otro de la pendencia, que habiendo un gusto en el alma, es embargo para penas. Y así no agradeció poco a César, sin conocerle, dar causa a que se las bodas.

Don Felipe sentía más que todos estos sucesos, que era honrado cuanto noble; y aunque no alcanzaba cuanto había, no lo ignoraba totalmente. Don Jacinto estaba retirado en una suya, pasando en ella harto mal, temores de dejado, celos de su competidor, y ausencias de Lises. No escapó por estar lejos a otra repetida pena, que no perdona rincón una mala nueva.

Sonó ésta en los oídos de don Jacinto, como dada por un grande amigo de don Luis, que a ruegos suyos fue de propósito a la quinta, fingiendo que la fatiga de la jornada, que hacía de Madrid, le obligaba a apearse sediento. Es cosa muy ordinaria, preguntar luego novedades de la Corte, quien vive fuera de ella. Aguardaba esto el soldado (que lo era del de don Luis) para ir relatando la pendencia, como puso por obra; añadiendo que don Luis Palomeque estaba herido peligrosamente, porque oyendo hablar un hombre por las ventanas de [57 →] su tío don Felipe, donde estaba reposando, y viendo que era con su prima Lises, hija del mismo don Felipe, riñera con el galán de la calle, que conociera.

Púsose a caballo el soldado, así que bebió, y en volviendo las espaldas, entró muy un criado de don Jacinto, a quien encargó con todas supiese con certidumbre lo que había pasado. Fio él a otro esta diligencia, por no fiar de si hacerla sin alguna locura. Mucha prudencia pareció, pero aún tuvo más de fineza que de cordura. En cuanto se detuvo el criado no dejaron a don Jacinto desmayos y lágrimas, pero con tan rabioso discurso que siendo alivio el llorar, mudaron su condición de suerte que no eran lágrimas sino centellas; no desahogos, pero vivo fuego.

—¿Es posible —decía él— que no se miren mis finezas, y que el edificio, que dentro en mí fabricaron mis cuidados tan constante, una liviandad lo arruine? ¡Ay Lises ! ¿Pero de qué me quejo, si la mujer no guarda nunca veneración a la fe? ¿Así pagas mi voluntad, permitiendo que otros desvelos hagan ronda a tu favor? ¡O sirena engañadora! [58 →] que con dulce armonía llamaste a mi , que encantado con tus voces amainó las velas rendidas, y pensando la dicha en consonancias, le experimenta derrota en desengaños. ¿Quién te podrá creer, si al mismo tiempo eres luz, y sombra; verdad, y mentira; asilo, y precipicio; regalo, y estrago; constancia, y mudanza; serenidad, y tormenta? Al fin mujer, que por ti sola dijo el poeta: Fácil viento, y leve espuma.

Pareciole antes que eternidades se detenía el criado (que hasta aguardar un pesar, cuesta otro pesar) y cuando llegó deseó de estar incapaz para oírle. Él dijo que no pudiera hablar con doña Ana, que de las heridas de don Luis era cierto, y que en su misma calle se las dieron, que sobre la causa se platicaba variamente. Corta noticia para tan desesperada aflicción; y no es de espantar le faltasen nuevas; o por acrecentarle el daño, que quien no espera bien, es el remedio conjuro; o porque como la enfermedad de celos sea pestilencia, que no admite refugio, antes produce mayor rabia, huyeron de la corrupción las noticias verdaderas. Con el desvelo no pudo reportarse [59 →] más tiempo sin hacer alguna demostración. Escribió este Romance que envió a doña Ana con estas razones:

Mayor delito es sin duda, cometer
una traición, que quebrantar un
precepto. Supuesto esto, tendrá la se-
ñora Lises poca justicia, si después de
saber yo sus mudanzas, me llamaré gro-
sero en escribir a esa casa, teniéndome
mandado lo contrario. Sírvase v. m. de
cantarle ese romance, porque sean bien-
escuchadas mis quejas esta vez por úl-
tima, que no tengo de pleitear contra
tantos opositores. Dios guarde a v. m.
&c.

Don Jacinto de Toledo

 

Qué dulce, qué tiernamente
publica aquel ruiseñor,
como propio mi tormento,
como suyo mi dolor.

¡Qué bien, que sin sentir siente,
lo que mi afecto dictó!
¿Quién juzgará que su pena
es menos que mi razón?

Intérprete de mis ansias,
y ignorante de mi amor,
[60 →] libre canta las desdichas,
que lloro en prisiones yo.

Si ha hecho bien recibida
mi queja de quien le oyó,
¡oh, cuánto debo a su llanto!
¡Oh, lo que debo a su voz!

Y pues castigan firmezas
como el delito mayor,
a ajena voz apelemos,
firmísimo corazón.

Mas de un cuidado celoso
el pensamiento veloz,
no sólo a un pájaro fíe
quejas de una sinrazón.

Que quedará dudosa la atención,
Si en lisonjas se exprime mi dolor.

Halló Lises mal merecidos escrúpulos, en lo que se prometió satisfacción de sus verdades. Lloró enternecida, y rasgó indignada los versos. No hallaba disculpa, a que don Jacinto la infamase de , sin haber en ella el primer impulso de mudable. Y como los hombres tienen por gala, no sólo serlo, mas hacer ostentación de parecerlo, entendió que su galán, no queriendo degenerar, y enfadado de esperanzas dilatadas, [61 →] habría buscado divertimientos que hubiese hallado, y otro empleo más a su satisfacción.

No sintió los celos que pudiera, porque se acordaba sólo de su agravio, y cúlpese a las mujeres tener poca razón, que menos va en desacertarse un suceso, que en sufrir la más humilde a ningún hombre. Mandó Lises a doña Ana que respondiese a don Jacinto:

No deja de ser soberbia, imaginar vuestra merced, que sus acciones son todas tan aciertos, que mi señora las acechase para imitarlas. En su pecho se tiene convertido el amor de v. m. en aborrecimiento para todos los hombres. Y así, que si se mudó, fue mudanza de muy buen gusto. El romance vuelve en piezas, en que lo hizo su cólera. Siento malográrseme esta ocasión de servir a v. m. que puede mandarme, como no sea con la pensión de cansar a mi señora, &c.

Doña Ana

Mal había leído don Jacinto el papel, cuando dejando el monte se partió a Madrid, por tener más de cerca los favores, o [62 →] desengaños. Buscó en llegando a su amigo César, que pudo en aquella ocasión darle la vida, contándole la verdad de todo. Y preguntándole por su amor, le respondió César:

—Nunca tuve el amor por ciencia, que se sabe mejor, cuando más se estudia. Yo con pocos meses de amante estoy tan maestro de esta arte, que puedo poner escuela; mas sólo sabré enseñar ternezas, no olvidos. Visité a don Luis muchas veces, después que aquella noche supe que estaba en este lugar, y téngole ya tan bueno en su pecho, que a no vivir a la esperanza ajeno, y a la pretensión negado, tuviera por posible empresa a Lises. Pero está muy de parte de sus méritos mi desconfianza.

 


  1. Quizá debería ser "dada" por concordancia de género, pero se mantiene el original para respetar el estilo de la autora
  2. La rueda de la fortuna, representación medieval del destino con raíces grecolatinas ("Wikipedia")
  3. "Aprestar: Aparejar, preparar, disponer lo necesario para algo". Suponemos que la expresión de "aprestando tristezas" simplemente se refiere a que Lises y don Jacinto estaban tristes
  4. En el original, "achas"
  5. En el Libro X de las Metamorfosis de Ovidio se narra cómo Afrodita o Venus, la diosa del Amor, se enamoró perdidamente del joven y apuesto cazador Adonis. Fue un amor correspondido, pero tuvo un trágico final, ya que Adonis encontró la muerte cuando fue tras el rastro de un jabalí que le hirió gravemente ("Una obra, un artista: Venus y Adonis, de Veronés"). En este caso, Lises se lamenta de las heridas de su hermano

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